Entrevista por Fanny del Río
Periódico Milenio. 09/01/2016 06:21 AM
La pensadora y viajera mexicana evoca sus encuentros con León Felipe, Bertrand Russell y José Revueltas, sus tratos telúricos con Louis Althusser, su pasión por Luis Villoro en los días en que despuntaba el zapatismo y su admiración por un conocimiento que precedió a la Grecia antigua.

Testimonio
Doctora en Filosofía, Fernanda Navarro estudió en la Universidad Nacional Autónoma de México. Traductora para Latinoamérica del Tribunal Internacional de la Conciencia de la Humanidad, colaboró con Bertrand Russell a fines de los años sesenta y publicó una antología de sus escritos. Fue cercana al poeta español León Felipe, en sus últimos años de vida en el exilio mexicano. Durante el gobierno de Salvador Allende, Navarro viajó a Chile, donde la sorprendió el golpe de Estado; salió de allá con la viuda de Allende, Hortensia Bussi, convirtiéndose en su intérprete y asistente durante tres años en los que viajaron alrededor del mundo, visitando foros internacionales. En 1984 viajó a Francia para entrevistar al filósofo Louis Althusser.
Luchadora social, feminista y activista, Navarro fundó el colectivo VenSeremos y el Centro de Atención a Menores Víctimas e Incapaces. En 2006 se unió a Luis Villoro, que había sido su maestro en la UNAM, y fue su compañera hasta la muerte del filósofo. Navarro ha publicado diversos libros, entre los que destacan Antología de la obra de Bertrand Russell, Existencia, encuentro y azar y Filosofía y marxismo. Entrevista con Louis Althusser, que ha sido traducido a varios idiomas, incluido el japonés y el chino, y que acaba de ser reeditado en una versión que incluye la correspondencia entre Navarro y el filósofo francés.
Filosofía y la literatura
Todo momento es difícil de situar, sobre todo en la memoria, que no es cronológica. Recuerdo que en mi escuela de inglés en San Francisco leí una frase de Platón: “Todas las victorias, desde la primera hasta la más grande, son para que el hombre se conquiste a sí mismo”. Me interesó mucho y empecé a estudiar a los griegos. Fui muy fiel a Sócrates, que decía “Sigue tu voz interna”, y así he actuado siempre.
Desde el principio oscilé entre la literatura y la filosofía. Después me decidí por la segunda, pero tuve esas dos inclinaciones, de las que no me he curado. En ese sentido, la poesía encarna también a la filosofía, al penetrar lo más profundo del hombre. Yo tuve la suerte de conocer a León Felipe, por azar, cuando mi hermana Berta [Navarro], junto con Felipe Cazals, fueron a entrevistarlo. Yo escuchaba muy seguido su disco de la UNAM, y me fascinaba, así que les dije: “Ah, yo me voy a colar”. Al final de la entrevista mis ojos lloraban. León Felipe me dijo: “Ven a visitarme, que estoy muy solo”. Al día siguiente estaba ahí. Perdí todo un año en la Facultad de Filosofía y Letras, porque las aulas de la UNAM estarían siempre pero León Felipe no: tenía 80 años.
Un día me dijo León Felipe: “Mira, va a ser el día de tu bautizo, te tengo un nombre, un acróstico. En el nombre del Pájaro Demiúrgico, Lumínico y Angélico, yo te bautizo y serás Padelya por los siglos de los siglos, amén”. Cuando estaba muy de buenas salíamos a Chapultepec a visitar al Quijote y Sancho Panza, platicábamos de su vida, de sus poetas preferidos, y a veces no escribía durante meses y de pronto le venía un vértigo y me dictaba: resulté ser su secretaria en el sentido de “depositaria de sus secretos”, porque eso quiere decir secretaria.
El apando
A José Revueltas lo conocí en 1968, en la Facultad de Filosofía y Letras, donde él estaba en el Comité de Lucha. Cuando estuvo preso en Lecumberri, su hija Andrea y yo íbamos a visitarlo. Platicábamos mucho, nos identificamos en tantas cosas. Fue creciendo una amistad profunda, incalculable, y más todavía cuando a la cárcel le llevamos gelatina hecha con vodka. Hacíamos picnics. Una palabra como “cárcel” da miedo, pero ahí, con los presos políticos, había un ambiente distinto. Había un jardincito verde; compartíamos lo que llevara el otro y resultaba agradable. Ellos se habían ganado el derecho, en sus crujías, de poner cuadros, llevar libros, escuchar música, aunque estaba prohibida. Cada vez que iba, inventaba un nombre para mí; nunca fui “Fernanda Navarro”. Un día me atreví a decir cosas extrapoladas: “Madame Bovary”. Madán Bobarí, me repetía la carcelera. El día que salió fuimos por él y lo llevamos a Cuernavaca, a casa de su hermana Rosalba, la famosa actriz. Entonces me regaló El apando. Hay varias versiones, pero a máquina. Yo tengo una de su puño y letra, así que la guardo como un tesoro.
El Tribunal de Russell
En la Facultad estudiaba a Bertrand Russell, con Alejandro Rossi, y leí en Excélsior que había organizado el Tribunal Internacional de la Conciencia de la Humanidad, para juzgar los crímenes de Vietnam. Le escribí y me ofrecí para traducir lo que se vería en ese tribunal en el que los jueces eran destacados intelectuales, como Jean–Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Me impresionó el motivo que llevó a Russell a organizar el tribunal: impedir que se cometiera el crimen del silencio. Fue una primera experiencia que me cimbró y me marcó. Luego, cuando me despedí de Russell, me dijo: “Recuerda que es a la posibilidad a lo que debemos nuestra lealtad entera”. Imagínate qué grandeza. Nada de ideologías, de políticas, ni de nada: la posibilidad. Eso es lo que me mantiene en tiempos de desaliento. Al regresar de Londres hice un libro sobre Russell, una selección con prólogo de Luis Villoro. Desde entonces tuvimos una complicidad filosófica, porque resultó ser uno de los pensadores preferidos de Luis. Russell nos apadrinó desde el principio.
El socialismo en Chile
Cuando terminé mi licenciatura en Filosofía, estaba ocurriendo algo inédito en la historia: el socialismo por la vía pacífica de Salvador Allende. Como estaba libre de todo compromiso, fui a Chile y me quedé casi tres años. Creíamos que aquello era una luz de esperanza para el mundo y su destrucción causó un genocidio. Después del golpe, el embajador de México, Gonzalo Martínez Corbalá, me dio las llaves de un auto de la embajada con placas diplomáticas para salvar a algunas personas en peligro. Qué experiencia tan enriquecedora y tan fatal resultó al final. Estaba en el Estadio Nacional, que se convirtió en prisión, y vi a un soldado vomitando. Pensé: “Hasta los soldados tienen algo de humanidad”. Algunos, porque otros delegan su libertad en el jefe y dicen: “Yo cumplí con mi deber”. También vi a una pareja de jóvenes a quienes ametrallaron en la puerta de la embajada. Fue inenarrable. Las palabras no alcanzan para muchas cosas.
En el primer avión que salió de Chile con la familia Allende y los mexicanos que querían regresar, me encontré a la Tencha [Hortensia Bussi], la viuda de Allende. Era la noticia del día, había reporteros de todo el mundo, y ella dijo: “¿Quién va a traducir a todos estos periodistas?”. [Hugo] Vigorena, el embajador chileno, dijo: “Pues Fernanda”. A los dos días, la Tencha tenía invitaciones a todo el mundo: Naciones Unidas, París, Estados Unidos. Todos querían mostrar su solidaridad con Chile. Viajé con ella por todos lados hasta que le dije: “Tencha, para mí Chile es como un segundo país, pero después de tres años necesito regresar a lo mío, que es la filosofía”. Al volver, me encontré en la puerta de la Facultad: “La Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo requiere profesor con licenciatura para un tiempo completo”. Pensé: “Ahí tendré más calma para digerir lo que he vivido”.
Louis Althusser
A Morelia llegó el argentino Mauricio Malamud y nos dio clases sobre Althusser. Yo había leído Ideología y aparatos ideológicos de Estado y me interesó mucho, pero Malamud fue quien me abrió las puertas para conocerlo en 1984.
Althusser padeció durante toda su vida. Era maniaco depresivo a un grado muy alto y estuvo encerrado varias veces en hospitales psiquiátricos. Además le tocó la guerra. ¿Acaso aquello no alteraría a cualquiera? En 1980, discutía mucho con su esposa. Ella era comunista, él antidogmático, antiestalinista. Tenían discusiones terribles y durante una de éstas no se contuvo y la ahorcó. Cuando volvió en sí, tuvo una depresión de años. François Mitterand era presidente de Francia, socialista, y por simpatía no lo mandó a prisión sino a un psiquiátrico. Pero Althusser me dijo: “Hubiera querido mil veces estar en la cárcel y pagar mi culpa, porque la palabra de un loco no vale para nadie, para nada”.
Me acerqué a él, y cuando comprendió que yo no iba por la nota roja, me tuvo más confianza. A los dos o tres meses, me dijo: “En ese armario de madera tengo todavía muchos inéditos. Revísalos a ver si algo te interesa”. Y encontré una libreta donde contaba un sueño que había tenido exactamente dieciséis años antes de lo que pasó con su esposa, pero que ocurría con su madre. Se lo enseñé y dije: “Mira lo que he encontrado”. Él lo leyó, calmado, y respondió: “Sin duda yo lo escribí, pero lo tengo borrado, bloqueado en la memoria”. Por primera vez, me pidió acompañarlo a su psicoanalista. Fuimos en silencio. En una de las cartas publicadas en Filosofía y marxismo, me da las gracias por haber encontrado eso pues le aclaró muchas cosas. Pasaron cosas increíbles, preciosas, de humanismo. Él vivía en L’École Normale Supérieure pero lo mudaron de domicilio, de nombre, de quartier, de colonia, y muchos conocidos lo dejaron de visitar. Régis Debray lo visitaba; también Jacques Derrida, quien se quedó con él la primera noche que salió del hospital. Me pareció un gesto de una gran nobleza, acompañarlo esa primera noche tan difícil.
La entrevista
Al principio no me sentía muy segura de entrevistar a Althusser. “¿Qué le pregunto a este gran filósofo?” Entonces empecé: “Hay algo que me intriga: entre todos los filósofos que usted señala como influencias en su obra, no hay ningún marxista. Están, en cambio, Michel Foucault, Gilles Deleuze, Gaston Bachelard”. Respondió: “Pues claro que no; es espantoso lo que han hecho con la filosofía en la URSS, mientras que estos filósofos se permiten seguir pensando”. Le dije: “Otra cosa me intriga: que usted siga en el Partido Comunista”. Me respondió: “¡A mí también me intriga! Pero creo que si no hubiera seguido combatiendo desde dentro, no habría escrito todo lo que he escrito. Porque si estás afuera te omiten, no te toman en cuenta o te toman como enemigo”. Tengo grabaciones con su voz. Cuando se sentía bien, la tenía preciosa, con mucha fuerza. Y cuando no, no podía ver la luz, no se despertaba. Es el hombre al que he visto sufrir más. Y como dice al final de mi entrevista: “La soledad es cuando nadie te espera”. Eso le pasaba.
El zapatismo
Me maravilla la vida porque, en el sureste mexicano con los zapatistas, vi que el Subcomandante Marcos hizo su tesis precisamente sobre Ideología y aparatos ideológicos de Estado de Althusser, en la UNAM, y luego escucho a los zapatistas decir: “primero la práctica y después la teoría; hay que organizarse de otra manera, hay que hablar de otra manera, pensar de otra manera, actuar de otra manera”. Eso es de Althusser, nada más que ellos lo practican, lo actúan, y para mí ha sido una revelación increíble.
Yo he dado un viraje epistemológico desde los años ochenta, primero por Luis Villoro y Guillermo Bonfil Batalla, y luego conviviendo y viviendo, aprendiendo a mirar de otra manera. La filosofía no nació en la Grecia antigua, sino mucho antes. Eso es en lo único que estoy de acuerdo con Enrique Dussel. Ese viraje consistió en voltear la cara, mi visión, hacia mi pasado.
Reencuentro con Luis Villoro
Me acuerdo la primera vez que fuimos hasta La Realidad, Chiapas, el lugar más lejano, en una camioneta abierta. Llegamos de color polvo, pero contentos, al primer acto con 6 mil participantes, con Pablo González Casanova y muchos invitados importantes de todo el mundo, y sobre todo mexicanos y mexicanas. Los zapatistas habían construido con sus propias manos —como lo hacen siempre— un techo por si llovía. ¡Fue un diluvio! Ya mejor nos reíamos, porque todos quedaron empapados. Ahí presentaron Marcos y Tacho a quienes los habían albergado en el silencio: familias enteras, algunos de los hombres con rifles, pero rifles con pañuelos blancos de la paz, las niñitas, los niñitos. Impresionante. A mí me vino esa frase de Pablo Neruda: “No tenían más armas que la aurora”.
Cuando Luis Villoro y yo volvimos a encontrarnos, fue el flechazo: estábamos libres y en comunión con la causa del zapatismo. En un evento nos abrazamos y comentamos algunas novedades, y la cosa sola se fue dando, con mucha alegría y certeza. Después decidimos vivir juntos. Seguimos viajando. Íbamos a Chiapas, a otros lugares. A pesar de que he llorado mucho por el vacío que me dejó, y que me sigue dejando, también me siento muy afortunada de haber tenido esos días con un hombre maravilloso.
Fuente: Periódico Milenio, Sección: cultura
Follow @FilosofiaMexico
Saludos…Todo muy bien,,,,aunque en una sóla área—No veo la creatividad obrera, ni su papel como clase…y sí se toca algo, más bien parece una experiencia de diario de vida, que un esfuerzo ontológico…es extraño, porque la Editorial Quimantú, dedicó varias de sus publicaciones, a la vida, el sacrificio, a la resilencia, la creación de mundos toscos, pero revestidos de amistad, de esperanzas, de sueños, de creatividades, de nuevas aspiraciones…Toda esta super estructura elitista, es apuñalear lo construido por Manuel Rojas, Lautaro Yankas, Francisco Coloane y muchos más, al reivindicar a los que hacen parir la tierra y el mar,para que haya pan en la mesa del intelectual de burbuja, es apuñalear por la espalda, lo que representa el título, del poema, al niño, de Gabriela ,OBRERITO…el manifiesto de ella EL GRITO,,,el, homenaje que Gaby, rinde al indígena, al que rotura la tierra, a la que descifra la muerte y la dulcifica en la conciencia, no como una derrota, sino como un encuentro, de compañia y amor…estoy indignado con toda esta aristocracia superestructural, que sigue marginando a los marginados, que se aferran y quieren luz, amor y sabiduria….