Cultura, tradición y modernidad en Latinoamérica del Siglo XXI

Por el Dr. Mario Magallón Anaya*

Más allá de las utopías de la modernidad

El mundo actual ofrece más incertidumbres que certezas. En esta realidad plural se generan situaciones de angustia al no poder plantear pronósticos sobre el futuro. Se desvanecieron en el viento los grandes paradigmas o modelos sociales y culturales. A distancia de más de sesenta años, en que tuvo su inicio el despegue de la tercera era, la posindustrial o tecnotrónica, encontramos grandes avances científicos y tecnológicos en las ciencias sociales y en las humanidades, que ampliaron los horizontes en el conocimiento de la naturaleza y de las relaciones humanas, sociales, culturales, de manera especial, se negaron los principios de las utopías sociales, como de las formas esperanzadoras de un mundo mejor, más humano y comprometido con la libertad, la equidad, la justicia y la solidaridad.
Sin embargo, de ninguna manera esto debe resultar sorprendente y menos novedoso, si nos ubicamos desde otros horizontes diferentes a los planteados por las filosofías neopositivistas, existencialistas, marxistas, neomarxistas, anarquistas, historicistas, ontologistas, posmodernas, estructuralistas, poscolonialistas, etcétera. Donde se habían venido buscando otros horizontes filosóficos, científicos y culturales, para realizar investigación inter-trans-multidisciplinaria.
Se intenta construir un nuevo método, el de la complejidad, con nuevas formas lógicas abstractas, de construcciones discursivas y teóricas abiertas contra las formas cerradas del resto de las corrientes filosóficas y científicas. Esta es una perspectiva encaminada a describir los obstáculos, las vaguedades e incoherencias, desde una supuesta perspectiva lógica del conocimiento. Se estimula un rol de la ciencia, de las humanidades y de la cultura transdisciplinar. El método filosófico de la complejidad es un diálogo estimulador desde la cátedra, los ámbitos de la vida social; desde las llamadas “ciencias duras” y las “blandas”, como se ha les llamado a las ciencias sociales y humanas.
Desde el campo de la literatura, de las religiones, de la historia, de la antropología se empieza a constituir un modo complejo de pensar la experiencia humana y se recupera el asombro ante “el milagro” del conocimiento y el misterio, dualidad que asoma detrás de toda filosofía, de toda ciencia, de toda religión, que se conjunta y se une con la empresa humana en una aventura abierta al descubrimiento de nosotros mismos, de nuestros límites y de nuestras posibilidades, reflexión poiética, creativa e imaginativamente, que busca nuevos horizontes, allí donde el camino de la reflexión se angosta y se limita los modos de pensar ideas utópicas vigilantes y de alerta para ayudar con las esperanza.
Hoy se viven realidades históricas, sociales, filosóficas, políticas, científicas, tecnológicas y cibernéticas que muestran que la experiencia humana tiene que ser por necesidad multifacética, las que muestran que la mente humana si bien no existe sin cerebro tampoco existe sin tradiciones y relaciones familiares, sociales, genéricas, étnicas, raciales; que sólo existen mentes encarnadas en cuerpos y culturas, donde el mundo físico sólo es entendido como un mundo constituido por seres biológicos y culturales. Para Edgar Morin “la complejidad no es la clave del mundo, sino un desafío a afrontar, el pensamiento complejo no es aquél que evita o suprime el desafío, sino aquél que ayuda a revelarlo e incluso, tal vez, a superarlo”[1].
La crisis de los paradigmas[2] de la sociedad y de la investigación científica nos coloca en la necesidad de realizar algunos ajustes. Las concepciones kuhnianas[3] de desarrollo científico de carácter acumulativo de la ciencia originaron también alternativas metodológicas. No obstante esto, Kuhn,[4] a distancia de mucho más de cuarenta años va a reconocer que el desarrollo científico, por lo menos, tiene una modalidad no acumulativa, esto concuerda con la tesis de Bachelard,[5] en el sentido de que el avance de la ciencia no necesariamente procede por la acción y relación acumulativa, sin que un nuevo descubrimiento o invención teórica produzca el “corte epistemológico”.

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Sin embargo, el cambio revolucionario de la ciencia es provocado por descubrimientos o invenciones de ciertas teorías, pero no necesariamente por acumulación y consensuación de una teoría científica. Empero, es necesario aclarar que los paradigmas de las ciencias sociales no tienen el mismo reconocimiento que los de las ciencias naturales, y mucho menos pertenecen a una sola comunidad científica; no se aplican a campos específicos y únicos de la investigación social y de la naturaleza, sino que se usan también por las organizaciones sociales, políticas y culturales.
La consideración de los paradigmas en las ciencias sociales alude, por su estructura y conformación teórica, a problemas sociales o humanos y, por consiguiente, no pueden utilizar las mismas metodologías y teorías científicas de las ciencias naturales, porque su objeto de estudio es el conjunto de las organizaciones, de las producciones sociales y de los hombres, que por su carácter tienen en su constitución formas menos estables que las de las ciencias naturales, pero no menos necesarias, aunque se dan algunos problemas de imprecisión en la elaboración formal de sus conceptos y categorías, e inconsistencias en la explicación teórica conceptual de la realidad humana, social, cultural, económica y política.
Estamos conscientes que muchos de los paradigmas políticos como, por ejemplo, la socialdemocracia, el Estado asistencialista, el Estado benefactor, la teoría keynesiana de desarrollo económico, el Estado nacional y social del Tercer Mundo, las teorías de la dependencia, el socialismo real y el actual neoliberalismo han tenido o tienen su vigencia, a la vez que su función operativa y su caída.
Hoy, el proyecto neoliberal tiene bajo su control y servicio los métodos científicos experimentales, el uso de las ciencias y de los métodos correspondientes al análisis de sistemas; por otro lado, cuenta con grandes pensadores y filósofos, dispone de métodos eficaces y muy sofisticados para el estudio de las formas y de las estructuras sociales, esto coloca a las sociedades atrasadas del mundo en una situación muy problemática. Estamos obligados, como estudiosos de las humanidades y de las ciencias sociales, a planteamos interrogantes que propicien nuevas formas para investigar los problemas sociales y humanos; de realizar una nueva aventura del pensamiento que requiere creatividad e imaginación, para reiniciar el estudio del mundo en que vivimos, de la sociedad y de los nuevos ideales humanos y humanistas, que han de surgir de ella y de las posibilidades prácticas reales para hacerlas efectivas.
En el estercolero de la historia del siglo XX y del inicio del XXI, encontramos que la humanidad no fue capaz de superar el imperio de la violencia, más bien hizo de la guerra un despliegue sofisticado de aberraciones. Parece que la humanidad está destinada a auto-destruirse en un espectáculo grotesco y desgarrador, al colocarse en una situación histórica en la cual puede ir más allá del “fin del fin” de la existencia humana y de la historia ante el peligro permanente de una guerra nuclear, allá donde todo ha llegado a su fin, de un viaje sin regreso.

De la tradición a la modernidad de nuestra América

En el ámbito de la vida cultural mundial, y latinoamericana en particular, las sociedades se han visto jalonadas por la globalización de la “cultura” de los mass media, a través de los medios masivos de comunicación de cultura inmediatista y consumista, que no toca a profundidad lo eminentemente humano sino, más bien, lo mediatiza.
Hablar de cultura, en la amplitud del término, diremos que es, al mismo tiempo, un producto humano que conforma a los hombres y, éste es, a la vez, conformado. En síntesis, es aquello que cultiva, en el terreno de la naturaleza, lo que especifica a lo esencialmente humano: La cultura, concebida como el resultado de la manipulación de la naturaleza y su transformación a través del trabajo.
El acomodo y la manipulación en las ineludibles relaciones del hombre con la naturaleza y los otros originan la cultura. La cultura como cultivo o manipulación del mundo natural, pero también como autocultivo, cultivo de sí mismo para actuar en relación con el mundo como naturaleza en relación con los otros.[6]
De la Grecia clásica a la modernidad, el término cultura y su significado ha ido variando. Viajan en el tiempo, de lo aristocrático contemplativo griego, al Renacimiento que la concibió como la formación del hombre en su mundo, a la modernidad que materializa el anterior principio, para vincularlo a la vida cotidiana y su secularización, propiciando la actual idea de civilización.
Modernidad que en términos políticos encuentra sus fundamentos después de la segunda mitad del siglo XVIII, en la carta de la Declaración de los Derechos Universales, contenida en la Constitución de los Estados Unidos y sobre todo, con la gran divisa de la Revolución Francesa: “Igualdad, Libertad y Fraternidad”, a este último principio se le ha confinado al campo de las bondades humanas, al terreno de lo privado, ante la imposibilidad de convertirlo en fundamento de derecho y de obligación ciudadana. En cambio, libertad e igualdad es el debate de los Estados y de los sujetos sociales en los últimos lustros. Se plantea la posibilidad de crear un nuevo orden multilateral. Sin embargo, aún hoy, esto no garantiza que se logren alcanzar.
Los postulados de esas dos revoluciones sociales se han convertido ahora en demandas universales que requieren una atención urgente, sabiendo que ya no se puede eludir, ni tampoco utilizar el recurso de la inocencia. Ya no es posible convertir a las elaboraciones teóricas discursivas sobre la realidad social e histórica -que demandan soluciones urgentes-, en simples planteamientos ideológicos o en utopías inalcanzables. En este sentido tienen razón los posmodernos, cuando señalan que la modernidad no ha aprendido a distinguir la diferencia entre superación y aniquilamiento. Empero, cabe aclarar que la modernidad, más allá de lo que se ha venido señalando por distintos intelectuales y políticos, no ha rendido todos sus frutos, por ello creo que no podemos abandonarla en el desván de las cosas viejas de la historia, sin antes hacer un balance de la vigencia de algunas de sus cualidades, que no son pocas, pero también de sus errores.
El dilema de la modernidad no está resuelto, y gran parte de los conflictos ideológicos son referidos a la lectura que las sociedades hacen de las ideas que heredaron de la modernidad. En este sentido Latinoamérica y el Caribe han sido el terreno privilegiado para la experimentación de las ideas importadas, y el campo de entrenamiento de las naciones exportadoras de modernidad. En este tiempo la región, a pesar de su resistencia a seguir siendo el «conejillo de indias» de las distintas ideologías, quiere realizar su propio proyecto e incorporar a éste, aquello que le ha dado presencia y especificidad a partir de la confluencia de lo importado con lo propio, sin desconocer lo correspondiente a las propias tradiciones, ya que la tradición aporta imágenes, simbolismos, imaginarios sociales, ideas, representaciones, cosmovisiones del mundo y de la realidad que dan cierta conformación a la identidad, para hacer posible la defensa contra las amenazas ideológicas del exterior, del otro y de lo desconocido. Esto no quiere decir que debemos enclaustrarnos, porque las identidades latinoamericanas y sus relaciones entre sí y el mundo, hace ya tiempo que están abiertas al diálogo, a la comunicación y al entendimiento.
Existe la conciencia de los riesgos que eso implica, pero también de que ninguna cultura florece en la soledad y en el aislamiento, en el silencio, al contrario, cortadas de la vida de la comunicación y del intercambio las culturas se empobrecen y extinguen. El pasado no es renunciable; y por más asimetrías que se hayan originado, la única posibilidad de nuestras sociedades es la de reconocer que vivimos en un mundo que no se inicia con nosotros, pero que ha de incluirnos como interlocutores históricos. Para ello es fundamental emitir una voz audible y comprensible en el diálogo, una cultura viva y válida por la riqueza de sus diferencias y sus particularidades, precisamente aquella que se nutre en el reconocimiento y en la recreación de las tradiciones.[7]
El diálogo y la comunicación es un método para enriquecer y arraigar nuestros valores culturales, ello implica la conciencia de lo que somos y lo que queremos ser, pero sin cancelar las tradiciones propias. Es la conciencia de “nosotros” y del mundo, y de la relación con los “otros”, producto de un proceso histórico que descubre la situación de dependencia y plantea la alternativa para su superación. Esto es posible en el diálogo consigo mismo y con los otros, porque un verdadero diálogo une a los hombres para cambiar y transformar su realidad, cualquiera que ésta sea. En este sentido diálogo e intercomunicación es una exigencia humana que expresa al ser del Hombre. Diálogo de logos múltiples que haga posible plantear un proyecto común con la humanidad, reconociendo las diferencias, en el entendido de que
[ … ] No hay diálogo verdadero si no existe en los sujetos un pensar verdadero. Pensar crítico que no aceptando la dicotomía mundo-hombres, reconoce entre ellos una inquebrantable solidaridad.[8]
En este carácter solidario, comunicativo y dialógico se debe buscar romper con las posiciones racistas, xenofóbicas, y abrir los espacios a una relación humana con los otros como iguales en la diferencia entitaria. Esto plantea la necesidad de superar la ideología de la opresión para lograr la unión a través de una acción cultural que establezca, especifique y diferencie lo propio de lo ajeno, que capacite a sus productores para el reconocimiento de sí mismos como creadores de culturas.
Acción cultural que capacite a sus productores para el reconocimiento de sí mismos, como creadores de cultura pero sin negar a los otros. La acción cultural debe entenderse como una forma sistematizada y deliberada que incide sobre la estructura social, en el sentido de mantenerla tal como está -si esto fuera posible-, o de confirmar en ella grandes y pequeños cambios, o en su defecto, transformarla.
La cultura, las tradiciones y la modernidad en Latinoamérica se nos presentan como un proceso de recreación e invención, porque esos han sido los rasgos que caracterizaron, a veces no conscientemente, a los seres humanos de América Latina y del Caribe. De la política a la filosofía se han buscado caminos en los que la democracia no esté reñida con la libertad, la justicia social y la igualdad. Principios de la modernidad que aún hoy no se han alcanzado, en la mayoría de nuestros países, salvo en pequeños aspectos. Esto nos lleva a reconsiderar el pasado y sus tradiciones como elemento necesario de posibilidad de un futuro que los hombres con sus acciones enriquezcan y transformen.
La conciencia de dependencia no implica aceptar nuestra incapacidad para producir cultura, porque la historia nos muestra lo contrario. A pesar de las relaciones de dependencia que ha hecho posible la manifestación de una identidad cultural.
La crisis de nuestro tiempo abarca al mundo entero, con sus sociedades y sus hombres, los valores que daban relativa seguridad sin equivocación, ya no coinciden con las necesidades de nuestros días. Se requieren cambiar, rehacer, ajustar, trastocar, invertir o crear nuevos valores que coloquen por encima del interés económico lo humano, la vida, porque esta debe ser ahora una preocupación planetaria. Ya no es como hace cinco siglos, crisis de una sociedad concreta: la europea, sino de todas las sociedades de la tierra.[9] Las sociedades humanas y las relaciones de las gentes han sufrido una especie de terremoto social, político, económico, tecnológico; nunca en la historia del género humano algo parecido había sucedido, ya no se trata de cambios regionales sino del orden mundial.
La crisis cuestiona lo válido y sustentable de la modernidad como fuente de progreso y desarrollo humano, más aún, los principios de la racionalidad que la justificaron. Nunca antes se había imaginado un mundo con más de 7,000 millones de seres humanos; con el gran problema de la brecha entre los países ricos y pobres; con el abismo de PNB per capita entre las naciones ricas y pobres, el cual aumentó a un ritmo inusitado. En el presente, naciones con el quince por ciento de la población mundial, disfrutan un PNB de más de diez mil dólares per cápita, supera cinco veces el promedio mundial y 55 veces el de 3,500 millones de personas, más de la mitad de la humanidad, cuyo PNB per capita es menor de quinientos dólares (quizá más); un síntoma evidente de este desequilibrio mundial desconocido, se puede observar en la gran oleada de inmigrantes de los países pobres hacia los opulentos; y lo más increíble, gracias al extraordinario triunfo de la ciencia y de la tecnología, se da por vez primera en la historia, la posibilidad de hacer inhabitable el planeta.
La crisis en la que estamos inmersos no es especifica de ésta o aquélla economía, sistema político o ideológico, sino de carácter general. Así, se trata de una crisis de las antiguas y modernas religiones tradicionales de Occidente; de las ideologías que abrevaron del Siglo de la Ilustración, así como del liberalismo y el socialismo en sus diversas versiones. Nuestro drama -cualquiera que sea nuestra participación- se representa en un teatro que nos es extraño, en un escenario que apenas podemos reconocer, y el curso de cambios escenográficos impredecibles, inesperados, que no comprendemos cabalmente[10].
La idea ilustrada del progreso parece conducir a la renuncia de darle un sentido a la historia, para limitar y reducir la visión histórica a la situación presente y a su devenir inmediato. Está la concepción de Fukuyama, coincide con la de los posmodernos sobre el discurso del fin de la historia, al aceptar como definitiva la situación presente, lo cual conduce a una pérdida del sentido de la historia.
Empero, esto es opuesto a la modernidad y su apuesta a la razón, sobre todo porque en ella no se acepta una historia como producto de la irracionalidad y del acaso; porque la razón intenta encontrarle un sentido a la historia y al mismo tiempo busca racionalizar las pasiones que mueven a ésta. El concepto de progreso de la modernidad ha quedado desintegrado,[11] si existe es meramente científico y disciplinario. Sin embargo, a lo que no puede renunciarse es a la defensa de los derechos humanos.
Es necesario darle la vuelta a la modernidad y convertir algunos de los principios válidos, no alcanzados, en un recurso, pero no en un objetivo único de la existencia, se trata de hacer coherentes, en relación creativa, las tradiciones en un mundo de permanente cambio. Es preciso reformular nuestra visión de progreso, aprender a ver de nuevo el mundo, a leer nuestras circunstancias con la conciencia de sabernos precedidos y acompañados por la herencia espiritual y artística que tiene Latinoamérica y el Caribe.
Sin menoscabo de la diversidad los latinoamericanos compartimos un origen común, choque de culturas y tradiciones con una modernidad que sin ser originaria de nuestras tierras ha arraigado ya entre nosotros y forma parte de nuestra identidad cultural al adquirir un valor propio. En la perspectiva de América Latina y el Caribe, recuperar desde la modernidad las tradiciones no puede ser repetición de modelos pasados, porque no existen dos épocas históricas iguales, ni grupos humanos que empleen las mismas palabras y la sintaxis para expresar exactamente lo mismo. En esto radica lo vital de la identidad de las diversidades culturales.
Llegamos al fin de siglo y del milenio; al inicio de la segunda década del siglo XXI y del Tercer Milenio, cuando la cultura de la dominación alcanzó un desarrollo inimaginado. Cultura de dominio cultural y político a través de la ciencia y de la técnica y del amedrentamiento expresado en la guerra fría. Final del siglo y de milenio como también lo será de la indiscriminada explotación de la naturaleza. Explotación que se empieza a volver contra sus manipuladores y amenaza con arrastrarlos por cambios y desequilibrios que su ambición originó. Esta vía es a la que tienen que renunciar los países emergentes. Los beneficiarios de la cultura de la dominación viven de los réditos de la explotación material y humana. Los que no la alcanzaron deberán renunciar a ella para impedir la catástrofe de la humanidad y la cultura.

 *El Dr. Mario Magallón Anaya es Dr. en Estudios Latinoamericanos por la UNAM, Investigador Titular C de Tiempo completo en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la UNAM. Sus líneas de investigación son: Filosofía de la educación en América Latina y Filosofía política de America Latina.


[1]  Edgar Morin, Introducción al pensamiento complejo, Barcelona, Gedisa, 1994, p. 24.
[2] Cfr. Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, Breviario 213, México, FCE, 1976, p. 51 (para Kuhn un paradigma es un modelo o patrón aceptado como modelo teórico, objeto de mayor articulación y especificación en condiciones nuevas, más rigurosas y formales).
[3] Cfr. Ibid. Loc. cit.
[4] Cfr. Thomas S. Kuhn, ¿Qué son las revoluciones científicas? Y otros ensayos, Barcelona, Paidós, 1989, pp. 55-57 y ss.
[5] Cfr. Gastón Bachelard, El compromiso racionalista, Argentina, Siglo XXI, 1973; Gastón Bachelard, La formación del espíritu científico, Argentina, Siglo XXI, 1972; Gastón Bachelard, La filosofía del no. Ensayo de una filosofía del nuevo espíritu científico, Amorrortu, 1973.
[6] Leopoldo Zea, Foro: “Visión Iberoamericana 2000”, IV Naturaleza y cultura, versión mecanográfica, México, 1993, pp. 1-2.
[7] Víctor Flores Olea, “Cultura, tradición y modernidad”, varios autores, Las Américas en el horizonte del cambio ll, México, UNAM/Conaculta/FCE, 1992, pp. 79-80.
[8] Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, México, Siglo XXI, 1976, p. l06.
[9]  Cfr.  Leopoldo Zea, Latinoamérica en la encrucijada de la historia, México, UNAM, 1981, p. 179.
[10] Eric J. Hobsbawn, “Crisis de la ideología, la cultura y la civilización”, varios autores, La situación mundial y la democracia 1, México, UNAM/ Conaculta/FCE, 1992, p. 53.
[11] Cfr. Jacques Le Goff, Pensar la historia, España, Paidós Ibérica, 1991, pp. 213-233.

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