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Méndez Plancarte, Gabriel. Humanistas del siglo XVIII. México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2008. pp. 197. Biblioteca del Estudiante Universitario, 24.
Por Carlos García
zero.aprl@gmail.com
“Por su mexicanismo acendrado pero libre de toda rustica estrechez, por su aguda percepción de los hondos problemas-todavía en gran parte insolutos- de nuestra nacionalidad hispanoindia, por su viril defensa de los postergados- indios y negros- contra la codicia de los poderosos, por su amor insobornable a la verdad y a la justicia, por su aliento innovador en la filosofía y en las ciencias, por su fecunda inquietud y su fidelidad a los eternos valores de la cultura cristiana, realizaron ellos aquel tipo superior de humanismo que casi se identifica con el más noble y pleno sentido de la palabra “humanidad.”” Así concluye Gabriel Méndez Plancarte su estudio introductorio a esta antología de textos de algunos de los más grandes jesuitas mexicanos.
Aunque Méndez Plancarte indica que ha tenido que excluir a personajes como Diego José Abad, José Rafael Campoy o Agustín Castro, nos presenta fragmentos de textos de Francisco Javier Clavijero, Francisco Javier Alegre, Andrés Cavo, Andrés de Guevara y Basoazábal, Pedro José Márquez, Manuel Fabri y Juan Luis Maneiro. Nuestro compilador considera que tales trabajos revisten interés para la cultura de nuestro momento y lo suscribimos pues, en efecto, contienen un alto contenido ético, político y cultural que es menester reconsiderar.
En el “Carácter de los mexicanos”, sustraído de su magna obra Historia Antigua de México, Clavijero realiza una descripción física y caracterológica de los antiguos mexicanos, fundada en un estudio serio avalado por la convivencia de muchos años con aquellos pueblos. Por otro lado, se empeña en reivindicar la racionalidad de los americanos al afirmar que todos los seres humanos, como hijos de Dios, se hallan dotados de las mismas facultades. Incluso llega a sostener que cuando los españoles se confrontaron con los mexicanos, éstos últimos tenían mucha mayor cultura que los primeros cuando fueron encontrados por los romanos y germanos. Los mexicanos eran excelentes geómetras, arquitectos y teólogos, estaban capacitados para cualquier tipo de ciencia y quienes han sostenido lo contrario lo han hecho por codicia y maldad. En la “Exhortación de un mexicano a su hijo” así como en la “Exhortación de una mexicana a su hija”, el historiador jesuita nos permite vislumbrar el modo en el que los padres percibían la educación. El hombre debía respetar a sus mayores; ayudar a los pobres; ser prudente en la palabra y atento en la escucha; ser agradecido cuando se le brindara alguna cosa; vivir del fruto del trabajo propio; no mentir, hablar con la verdad y no hablar mal de nadie; reprimir los apetitos y esperar a la doncella oportuna, casarse con el consentimiento de los padres y despreciar el robo. La mujer tenía que ser diligente en todo, evitar la pereza y el descuido; presentarse con modestia y compostura; responder cortésmente y evitar la arrogancia o la repugnancia; impedir la compañía de mujeres disolutas, embusteras o perezosas, cuidar de la familia y no salir a menudo de casa; en el matrimonio, respetar al marido, no causarle disgusto, acogerlo amorosamente y ayudarme en todo lo posible. Con estos consejos los progenitores pretendían fortalecer el corazón de sus hijos y ayudarles a forjar su felicidad.
¿De dónde proviene la autoridad? Es la pregunta que pretende responder Francisco Javier Alegre en “El origen de la autoridad”. La idea de que los torpes son por naturaleza siervos y los sabios, por consiguiente, deben ser amos proviene de Aristóteles y la sostuvo Juan Ginés de Sepúlveda para justificar la guerra contra los indios americanos en el siglo XVI, sin embargo el jesuita mexicano descarta que la “superioridad intelectual” sea la fuente de la autoridad, pues para disminuir la libertad de los hombres, es necesario que éstos lo consientan. Por otra parte, la autoridad tampoco puede sustentarse mediante la superioridad física, pues si bien es cierto que el uso de la fuerza obliga a sujetarse a la voluntad del que somete, después de que el temor a la coacción desaparece nada impide desobedecer los mandatos y buscar por todos los medios la libertad. Una vez que Alegre ha descartado estas dos primeras vías, se inclina por una tercera: la autoridad reside en la naturaleza social del hombre. El jesuita considera que la naturaleza del hombre es netamente social, no obstante para evitar la dispersión entre los hombres y el conflicto de intereses, es necesario constituir una sociedad civil, es decir, una autoridad que vele por el interés común y que mantenga a cada cual cumpliendo con lo que es debido. Todo imperio del tipo que sea, nos dice Alegre, tuvo su origen en un pacto entre los hombres, pero no sólo, también sostiene que la autoridad civil no depende del sumo pontífice, con lo cual arrebata toda jurisdicción terrenal a la iglesia.
